Los jinetes sin corazón

Demasiado tiempo durmiendo el sueño de los justos, es la hora de hacerle salir a la pista del circo, señoras y señores con ustedes: Stephen Crane.
EN EL DESIERTO
En el desierto
Vi una criatura, desnuda, bestial,
Que, en cuclillas sobre el piso,
Sujetaba su corazón con sus manos
Y comía de él.
Dije: "¿Está bueno, amigo?
"Es amargo - amargo," contestó;
"Pero me gusta,
Porque es amargo,
Y porque es mi corazón."
IN THE DESERT
In the desert
I saw a creature, naked, bestial,
Who, squatting upon the ground,
Held his heart in his hands,
And ate of it.
I said: "Is it good, friend?"
"It is bitter - bitter," he answered;
"But I like it
Because it is bitter,
And because it is my heart."
No esta mal para empezar ¿verdad?. En realidad sólo es un aperitivo, Stephen Crane (1.871-1.900) necesita muchas lecturas. Nacido en Newark su padre era un pastor metodista cargado de hijos (él sumaba el número catorce). Mal estudiante, recorrió colegios y universidades de forma irregular hasta que empezó a trabajar como periodista en Syracuse y después en Nueva York como reportero de calle. Fruto de ese trabajo fue su primera novela, con poco éxito, "Maggie, una chica de la calle" donde describía los bajos fondos neoyorkinos que tan bien conocía. Al año siguiente, con tan sólo veinticuatro años, publicaría la novela que le daría el reconocimiento "La roja insignia del valor". En ella describe tres días de la vida de un soldado de La Unión en la Guerra de Secesión americana. Seguramente hay un antes y un después en la literatura "de guerra" con esta novela, con Crane se humaniza, cuenta de forma descarnada y franca el paso de la juventud a la madurez a través del horror. Su protagonista quiere ser un héroe, se cuestiona su propio valor y termina por entender lo insignificante de su vida. Sólo otro grande como Huston podría atreverse a llevarla al cine.
Gracias al éxito de "La roja insignia del valor", Crane es contratado para cubrir la guerra entre Grecia y Turquía en 1.897, pero sobre todo la guerra del 98 en Cuba. Allí y con su figura emerge lo que actualmente conocemos por periodismo de guerra, la importancia del hecho observable. Hasta Crane se escribía sobre las guerras desde la silla del periódico, a partir de él los fotógrafos y reporteros comprendieron que hay que estar dónde ocurre el hecho, vivirlo para contarlo, el famoso compromiso con la realidad. Toda esta experiencia vital quedará volcada en "Heridas bajo la lluvia".
Pero no se conformará el joven con Crane con la novela, los cuentos o los artículos periodísticos, también da forma a un conjunto de poemas breves e intensos como el que encabeza esta anotación perteneciente a "The black riders".
Stephen Crane vivió rápido e intensamente, murió a los 30 años de tuberculosis y de él dijo Joseph Conrad "Stephen Crane posee los ojos de un ser que no sólo ve visiones, sino que es capaz de cavilar sobre ellas con algún fin". Otro seductor visionario que pasa por esta pista circense, espero que los jinetes negros sigan cabalgando aunque les falte el corazón.
12 comentarios
ZerOMegA -
allí se encuentra The Black Riders, y si siguen los enlaces al pie del índice, encontrarán War is Kind and Other Lines y varios poemas sueltos.
ladydark -
mbi tarde pero bienvenida, me alegro que alguien tan especial y divertido como dani nos haga coincidir.
Maru la internete es lo que tiene, te lleva por los caminos más insospechados, bienvenida y espero volver a verte por aqui.
Churra mientras nos remueva algo que sea lo que quiera, es lo bueno de los poetas que conmueven y remueven, un besazo guapa.
Pedro gracias por tu aportación, un poco menos desconocido es desde hoy Crane. Te sigo leyendo, ultimamente te noto en un cierto desconsuelo, un abrazo.
Txe me alegro de presentarte a Crane y más arriba Pedro ha dejado una buena muestra de su poética (la de Crane aunque la de Pedro también esta muy bien), un abrazo.
txe -
Así que gracias.
Pedro (Glup) -
churra -
Maru -
Maru xD.
mbi -
Un saludo
Herri -
Sus dos libros de poemas siempre han estado entre los tengo que leer; tu post viene a hurgar en esa pequeña herida, y pica, joder si pica.
Voy en su busca.
ladydark -
C. gracias por el regalo, un honor, le daré cumplimiento a su debido tiempo, prometido. Y el poema si engancha con ese desasoiego que tan bien has utilizado para describirlo.
anarkasis debes de decirle a tu corazón que no sea tan tramposo, no sea que salga saltando cual trampero de Arkansas (recuerdos infantiles vienen a mi memoria).
anarkasis -
me ha dado un no se qué, como un vahido, que creí que me caía al suelo. Al reponerme toda turbada que casi salgo a comprarme el libro.
¡hay corazón, que trampas me pones!
C. Martín -
Lady, le he dejado un regalito en la bitácora, con todo cariño, conste.
ladybright -
llegó al tope de la montaña/
gritó: ''¡Miserable conocimiento mío!/
Creí que iba a mirar buenas tierras blancas/
y malas tierras negras -/
pero la escena es gris''
Poema de Jinetes Negros
Muchas escenas grises se distribuyen a lo largo y estrecho de este planeta. Crane me recuerda bastante a uno de mis ídolos contemporáneos que se han mojado hasta la médula para decir, denunciar y ver sin maniqueísmos en muchas de las guerras. Sumergirse en 'Ebano', por ejemplo, es tomar una dimesión extraordinaria del continente africano y sus continuas convulsiones. Un ejemplo sobre su estampa "El infierno se enfría" de EBANO:
Los que escriben sobre Europa tienen una vida cómoda. El escritor puede, por ejemplo, detenerse en Florencia (o situar allí a su protagonista). Y el resto se lo hace por él la historia. Le proporcionan temas inagotables las obras de los arquitectos antiguos que levantaron las iglesias florentinas, o las de los escultores que erigieron estatuas extraordinarias, o las de los burgueses ricos que se pudieron permitir construirse unas casas renacentistas de piedra, ricamente adornadas. Se puede describir todo esto sin moverse de sitio o dando un breve paseo por la ciudad. «Me detuve en la Piazza del Duomo», escribe el autor que se ha encontrado en Florencia. A continuación, puede seguir una descripción, de muchas páginas, de la riqueza de objetos, obras, maravillas del arte, productos del genio y buen gusto humanos que lo rodean por todas partes, que ve allí donde dirija la mirada, en los que está sumergido de lleno. «Y ahora camino por Il Corso e il Borgo degli Albizi en dirección al museo de Miguel Ángel, para no perderme, de ninguna manera, el bajorrelieve de la Madonna della Scala», escribe nuestro autor. ¡Qué buena vida la suya! Basta con que camine y mire. El mundo que lo rodea se le coloca él solo bajo la pluma. Puede crear todo un capítulo a propósito de un breve paseo. Tiene a su disposición una gran riqueza, ¡una abundancia infinita! Tomemos a Balzac. Tomemos a Proust. Página tras página, se suceden listas, catálogos y enumeraciones de objetos inventados y fabricados por miles de ebanistas, tallistas, bataneros y canteros; cosas hechas por incontables manos hábiles y sensibles que, con sumo mimo, han construido en Europa ciudades y calles, levantado casas y decorado sus interiores.
Monrovia coloca al recién llegado en una situación del todo diferente. Sus casuchas, descuidadas, pobres y de idéntico aspecto, forman filas kilométricas, una calle desemboca en otra y un barrio se convierte en el siguiente de un modo tan imperceptible que sólo el cansancio, que notaremos muy pronto en este clima, nos informará de que hemos pasado de una parte de la ciudad a otra. También el interior de las casas (con la excepción de los pocos chalets propiedad de los hombres adinerados y de los dignatarios) resulta igualmente mísero y monótono. Una mesa, un par de sillas o taburetes, una cama de matrimonio metálica, esteras de rafia o de plástico para los niños, clavos en la pared para colgar el vestido y unas estampas de colorines, por lo general recortadas de alguna revista. Una olla grande, para hervir el arroz, y otra más pequeña, para cocer la salsa, y tazas, para el agua y el té. Una palangana de plástico, para lavarse, la cual, en el caso de tener que huir (necesidad que, en vista de las luchas continuas, últimamente se ha repetido a menudo), se convierte en una especie de maleta que siempre se tiene a mano y que las mujeres llevan sobre la cabeza.
¿Y eso es todo?
Pues, más o menos, sí.
Lo más fácil y barato es construirse una casa de hojalata de cinc ondulada. Sustituye la puerta una cortina de percal, los agujeros que hacen las veces de ventanas son pequeños y durante la estación de las lluvias, que aquí es larga y pesada, se tapan con trozos de cartón o de contrachapado. Una casa como ésta, durante el día arde como un horno, sus paredes queman y vomitan fuego, el techo chisporrotea y se funde bajo el sol; de modo que desde el alba hasta el anochecer, nadie se atreve a entrar en ella. Apenas empieza a clarear, el primer haz de la aurora expulsa a todos sus habitantes, aún medio dormidos, al patio y la calle, donde se quedarán hasta la noche. Empapados en sudor, mientras salen al exterior se rascan las ampollas producto de las picaduras de los mosquitos y de las arañas y echan un vistazo al interior de la olla, a ver si ha quedado allí algún resto del arroz del día anterior.
Miran la calle, las casas de los vecinos, sin curiosidad, sin expectativas.
A lo mejor habría que hacer algo.
Pero ¿qué? ¿Qué hacer?
Por la mañana me voy a pasear por la Carrey Street, junto a la cual está mi hotel. Es el centro de la ciudad, su barrio comercial. No se puede ir muy lejos. Por todas partes, apoyados contra las paredes, se sientan grupos de bayaye, muchachos hambrientos sin nada que hacer, sin esperanza alguna, sin oportunidades para una vida diferente. Me abordan ya para preguntarme de dónde soy, ya para decirme que serán mis guías, ya para pedirme que les consiga una beca en Norteamérica. Ni siguiera quieren un dólar para un panecillo, no, apuntan mucho más alto: Norteamérica.
Después de cien metros ya me veo rodeado por niños pequeños de caras hinchadas y ojos cansados, algunos sin un brazo o sin una pierna. Mendigan. Son los soldados de las Small Boys Units de Charles Taylor, las más terribles de sus unidades. Taylor recluta a niños pequeños y les da armas. También les da drogas, y cuando se hallan bajo sus efectos, empuja a esos niños al ataque. Los chiquillos, atontados, se comportan como kamikazes, se lanzan al fragor de la lucha, van directamente al encuentro de las balas, estallan junto con las minas. Cuando su dependencia crece hasta tal punto que dejan de ser útiles, Taylor los expulsa. Algunos llegan hasta Monrovia y acaban su breve vida en alguna cuneta o basurero, comidos por la malaria o por el cólera o por los chacales.
Hagan hincapié en los soldados de las Small Boys y luego me cuentan sobre lo que debe ser un reportero actual. A riesgo de la vida, por supuesto.